jueves, 30 de mayo de 2013

Colombia: 1 de junio 1989, ¿Quién asesino al Padre Sergio Restrepo?



La Asociación Campesina para el Desarrollo del Alto Sinú
“ASODECAS”


Exige “Verdad y Justicia” sobre el asesinato del Padre Sergio Restrepo Jaramillo.
El próximo primero de junio se cumplirán 24 años del vil asesinato premeditado del Padre SERGIO RESTREPO JARAMILLO, Sacerdote Jesuita que entrego su ser, hasta su muerte por la vida y la dignidad de los campesinos y campesinas del Alto Sinú.

¿Quién asesino al Padre Sergio Restrepo?


¡¡¡Los campesinos y campesinas de tierralta exigimos la verdad y justicia!!!

Padre Sergio Restrepo Jaramillo, S. J.
Junio 1° De 1989

Sergio había nacido en Medellín (Antíoquia) el 19 de julio de 1939. Su padre fue un ingeniero civil ampliamente conocido en la sociedad antioqueña, como alcal­de que fue de la ciudad capital. Sin terminar aun su bachillerato, adelantado en el Colegio de San Ignacio de Medellín, ingresó al noviciado de la Compañía de Jesús el 12 de diciembre de 1957. Se ordenó como sacerdote jesuita el 7 de diciembre de 1970.

Desde 1973 se dedicó al trabajo pastoral en medios populares, primero como Vicario cooperador en la Parroquia de María Auxiliadora de Medellín, luego como director del Instituto Obrero Tomás Villarraga (1976-79), y luego como Vicario cooperador en la Parroquia de San José de Tierralta, en Córdoba (1979-89), donde fue asesinado.

El trabajo en medios populares correspondió a una opción muy clara y consiente que él hizo y que fue respaldada por sus superiores. Con alma de artista, amante de la na­turaleza, de la vida y de la espontaneidad, fue un hombre descomplicado y práctico a quien repugnaron siempre las estridencias, los protocolos, la publicidad y los honores, y que buscó un estilo de vida que le permitiera sentirse sirviendo, en las formas más prácticas, a los pobres y sencillos.

Su trabajo más prolongado lo desarrolló en Tierralta, donde permaneció casi 10 años. Del equipo de jesuitas que estaba allí en 1989 era el más antiguo, pues estuvo desde que la Parroquia le había sido encomendada a la Compañía de Jesús, en 1979.

El Padre Hernando Muñoz, jesuita que compartió con él el trabajo de Tierralta en sus primeros años, nos cuenta así el trabajo que Sergio desarrolló en esa tierra cordobesa:

“El Padre Sergio empezó desde un principio una labor espiritual y cultural que no paró hasta el último momento de su vida.

La Iglesia parecía una fábrica de cemento, sucia y con un caparazón de mal gusto, la transformó en una belleza de templo, en un lugar que invitaba a la oración y al recogimiento.

La decoró interior y exteriormente con un buen gusto artístico, cambiándole por completo su aspecto físico en ventanas y paredes, con el apoyo que le prestaron artistas de la misma Tierralta, pues hay muchas pinturas y frescos que decoran el interior. Así mismo empleó para su decoración una hermosa piedra verde que se encuentra en la subida de Ventanas.

Al pie del templo existía un fangal, en donde los cerdos se refrescaban con las aguas sucias y se revolcaban en medio del barro y el lodo. El Padre Sergio canalizó las aguas sucias y transformó el lodazal en un precioso jardín.

Allí construyó primero la biblioteca que cuenta en la actualidad con 9.000 volúmenes y es la mejor de la región, y estaba echando los cimientos de un Museo de Cerámica Precolombina, para colocar piezas muy valiosas de la cultura sinuana, únicas en Colombia, encontradas por él o rescatadas de ma­nos de los guaqueros. A los guaqueros les daba una especie de catequesis cultural, enseñándoles a respetar las ollas y a no destruirlas por buscar el oro. No le importaba el estado en que se encontraran las cerámicas; él de todas maneras las recibía, aunque estuvieran en mil pedazos, gastando meses en su reconstrucción pieza por pieza, con verdadera paciencia benedictina. En este campo realizó una labor muy hermosa y científica, con el apoyo de Colcultura, del Programa por la Paz de la Compañía de Jesús y de la misma Parroquia.

Otro campo en el que estuvo trabajando fue en el de la educación, que en esas regiones tropieza con muchas dificultades por parte de los políticos, de las ad­ministraciones municipales y a causa del mismo orden público. Con el apoyo del señor Obispo de la Prelatura y de la Parroquia, y con mucha iniciativa suya organizó profesores veredales a quienes pagaba puntualmente.

Se interesaba también por la promoción de los maestros. A veces se encontra­ba profesores que querían capacitarse más, pero que no lo podían conseguir; entonces el Padre Sergio buscaba la manera de que lo obtuvieran.

Hacía visitas a cada una de las comunidades en donde se encontraban los maestros, dentro de la selva, a veces a caballo o a pie, por el río o en avioneta, cuando eran sitios distantes o peligrosos. Se preocupaba por cada uno de los caseríos o veredas o sitios perdidos de la selva, procurando que se organizasen y que progresasen en el terreno de la educación.

El Padre Sergio durante toda su vida de jesuita sintió un gran amor por las orquídeas. Cuando llegaba a algún sitio o vereda, si le quedaba algún espacio libre de tiempo se iba al monte, al bosque o a la selva a buscar orquídeas.

No era una simple afición lo que lo movía sino una afición científica. Cuando encontraba una orquídea investigaba la especie a la que pertenecía, cómo se llamaba y en qué condiciones climáticas se producía.

Antes de ordenarse y siendo profesor de botánica en el colegio de San Ignacio de Medellín, encontró cerca de El Retiro una orquídea que llevaba su nombre: Sergius Purpúrea.

El Padre Sergio fue también un gran amigo de los árboles y de la reforestación. Cuando llegó a Tierralta encontró que un alcalde había mandado talar todas las palmeras de decenas de años que se encontraban alrededor del parque, para colocar una plancha de cemento, que a 32, 34 o 36 grados centígrados no era nada atractiva para nadie. Remodeló entonces el parque, volviendo a plantar las palmeras y convirtiéndolo en un refrescante lugar de esparcimiento.

Sembró en el corazón de todas las gentes la preocupación y el amor por toda clase de árboles, por las ceibas, por las especies nativas, y en particular por las palmas, de las que hizo un vivero para obsequiar ejemplares a quien se lo solicitara.

Fue también un gran promotor de los jardines. Cuando las señoras visitaban la casa cural y se enamoraban de sus matas, les decía: “no me vaya a dañar mis matas. Dígame cuál le gusta y yo se la siembro”. Al poco tiempo aparecía con la mata, con gran contento de las señoras.

El Padre Sergio estudió también las plantas medicinales, propias de la región, in­cluso las plantas con las que los indígenas o curanderos trataban las mordeduras de serpiente, mostrando en todo una preocupación verdaderamente científica.

Por las noches, en donde es más peligroso salir por las fieras y las serpientes, en sus visitas a las comunidades, se dedicaba a conversar con los campesi­nos, sobre la historia de cada una de estas regiones, tratando de conseguir datos sobre la colonización del Alto Sinú y del San Jorge y de todo este sector del departamento de Córdoba. Es muy posible que hayan quedado entre sus apuntes datos interesantes sobre esta materia.

Pero sobre el artista, el historiador y el científico sobresalía el Padre Sergio Restrepo, el sacerdote. Era una persona que dedicaba todo el tiempo que fuera necesario a la labor sacerdotal, sin importarle el clima, las distancias ni nada. Administraba los sacramentos y daba la catequesis con mucho cariño a los colonos y a los indígenas. Organizaba con mucho esplendor las primeras comuniones. Por todo esto era muy querido y apreciado en todos los campos y veredas. Atendía con especial cuidado a todas las personas que llegaban a la Parroquia con algún problema de partidas. Dedicaba horas y aun semanas a buscar cuidadosamente el dato que el interesado necesitaba.

Nosotros los jesuitas y otras personas amigas no nos explicábamos cómo el Padre Sergio, quien era flaco y parecía de constitución endeble, resistía ese tren de trabajo, en un clima tan ardiente como el de Tierralta. El hecho es que fue el único del equipo de los cuatro que estuvo permanentemente en Tierralta durante casi diez años, hasta que lo asesinaron.

Contexto de violencia:

Tierralta es un extenso municipio (cinco mil kilómetros cuadrados) incrustado en una de las zonas más afectadas por la violencia y los conflictos sociales. Tierra de latifun­dios en manos de ganaderos y madereros y al mismo tiempo zona de refugio de cam­pesinos expulsados por la violencia de la vecina zona del Urabá antioqueño, fue caldo de cultivo para organizaciones guerrilleras que encontraron acogida en amplias capas de campesinos sometidos a condiciones infrahumanas de vida. Pero también fue zona codiciada por poderosos narcotraficantes, quienes la escogieron como residencia y como asentamiento y base de entrenamiento de ejércitos privados a su servicio, los que pudieron desarrollarse gracias a la tolerancia, protección y colaboración de las Fuerzas Armadas del Estado.

Moverse en esa zona durante un período tan prolongado como el que estuvo allí Ser­gio era ya un alto riesgo. Médicos, sacerdotes, educadores y funcionarios, obligados a desplazarse por las zonas rurales, caían rápidamente bajo la “sospecha” de estar colaborando con las guerrillas o con los militares o los paramilitares. Sergio atendió a muchas comunidades campesinas e indígenas de su parroquia, entre ellas a Saiza, un pequeño caserío cuya Iglesia fue destruida a causa de cruentos enfrentamientos entre guerrilla, militares y paramilitares.

Pero, además, vivir en aquel medio y convertirse en confidente de tanta gente victimi­zada por la violencia, era otro motivo de “sospecha”. Sergio era, realmente el amigo de la gente; departía con la gente sencilla en cafeterías y bares y por ello mismo tenía que convertirse en caja de resonancia del profundo conflicto que afectaba a su feligre­sía, donde se producían muertos a granel.

La alianza militar/paramilitar era el poder dominante, con el cual Sergio no quiso tener ninguna relación de amistad; estaban demasiado manchados de sangre, de torturas y de muerte. Por el contrario, cuando Sergio planteó la remodelación y decoración del templo haciendo pintar en él imágenes que llevaran mensajes evangelizadores para el pueblo, decidió incorporar la denuncia directa y plástica entre aquellas expresiones de arte y de catequesis.

En efecto, para el lugar central del templo, Sergio diseñó un mural que sirviera como telón de fondo al altar, inspirándose en el “Paño de Cuaresma” difundido por la or­ganización Misereor (del Episcopado alemán) en 1982, el cual reproduce la obra del artista haitiano Jacques Chéry. Sergio le solicitó al pintor que cambiara las fisonomías negras por otras mestizas.

El artista haitiano quiso plasmar, en el Paño de Cuaresma, la Historia de la Salvación, dividiendo el cuadro en tres planos horizontales, así: Inferior: plano de la oscuridad y de la falta de fe; Centro: plano del vencimiento del mal a través de Cristo; Superior: Plano de la Esperanza y de la Promesa. Por ello en el plano inferior, en la parte central, representó, como raíces del mal, escenas de violencia, de guerra y de tortura.

Cuando Sergio dio las orientaciones al artista para ejecutar la obra, le pidió que en la escena de tortura tratara de plasmar el hecho criminal, conocido por todo el pueblo de Tierralta, de las torturas que los militares habían infligido al ex-sacerdote Bernardo Betancur. Este pecado seguía clamando justicia, ya que Bernardo Betancur, antiguo párroco de Tierralta, quien al retirarse del ejercicio del sacerdocio continuó viviendo en esa población, había sido varias veces detenido y torturado por miembros del Ejército y había sido asesinado por ellos mismos el 3 de noviembre de 1988. El artista plasmó con tanta fidelidad los rasgos físicos de la víctima, dentro de la escena de tortu­ra, que, sin necesidad de explicación, el pueblo leyó permanentemente aquella muda denuncia y se dejó interpelar por ella.

Los militares, sin embargo, no soportaron aquella denuncia que fijaba su horrendo crimen en la memoria del pueblo. El Capitán César Augusto Valencia Moreno, Co­mandante de la Base Militar de Tierralta, presionó repetidas veces a los sacerdotes de la Parroquia para que modificaran el mural, pero siempre encontró resistencias. Entonces comentó confidencialmente a varias personas del pueblo y de fuera del pue­blo, que ese mural iba a tener consecuencias graves y que el Padre Sergio las pagaría.

“A SERGIO LO MATÓ EL MURAL”. Este comentario recorrió el pueblo mil veces, con sigilo, después del asesinato, cuando los feligreses, impactados por el crimen, trataban de relacionar en su memoria comentarios, gestos y actitudes de los militares.

El primero de junio de 1989 Sergio tenía un aire de preocupación desde la mañana. Su profundo conocimiento de aquel pueblo y de sus gentes, le hacía percibir con faci­lidad lo que se salía de su ritmo normal. Comentó a uno de sus compañeros jesuitas que había visto a dos hombres extraños con actitudes sospechosas. “Algo va a pasar”, dijo. En efecto, dos asesinatos se fueron sucediendo, primero el de un conductor de la empresa Cochetral, y luego el de un poblador que transitaba cerca del hospital.

Algunas personas acudieron a la alcaldía para pedir que se hiciera algún control, pues los asesinos se paseaban por el pueblo con la mayor tranquilidad. Entonces el agente de la Policía, Efraín Segundo Estrada Castro, asignado al servicio de Escolta del Al­calde, detuvo por unos momentos a los sicarios y les pidió que lo acompañaran a la alcaldía; sin embargo, estos exhibieron credenciales del B-2 (Servicio de Inteligencia del Ejército) y el agente los dejó libres en el camino. Pocos minutos después dispara­ban contra Sergio.

La Procuraduría pudo establecer posteriormente que los miembros de la Policía tenían instrucciones precisas sobre qué hacer en caso de encontrar a supuestos agentes de servicios secretos del Estado que afirmaran estar ejecutando órdenes a cubierta. En esos casos, los supuestos agentes debían ser conducidos al Comando de la Policía, ser identificados y debía verificarse, en comunicación con sus respectivos comandos, la naturaleza de su misión. Estas normas fueron violadas por el agente Estrada Castro y por el Comando de Distrito de Tierralta. ¿Habrían recibido otro tipo de instrucciones para no aplicar normas tan necesarias aquel día en que ya se habían producido varios asesinatos?

En el momento en que los sicarios dispararon contra Sergio, el Capitán César Augusto Valencia se encontraba en la alcaldía. Las personas que estaban allí lo notaron muy nervioso, pues se asomaba cada momento al balcón, como esperando algo que tar­daba. Cuando se escucharon los disparos, en visible ademán burlesco desenfundó su arma y se colocó detrás de un escritorio.

Personas que se hallaban junto a la alcaldía en el momento de los disparos, no salían de su asombro cuando vieron que varios agentes de la Policía bajaron corriendo de la alcaldía y tomaron una dirección diametralmente opuesta al sitio de donde provenían los disparos. ¿Obraría allí nuevamente la supuesta consigna de omisión, en complici­dad con el crimen?

La Procuraduría pudo establecer también que la Policía, en caso de ocurrir un crimen dentro del poblado, tenía orden de taponar las vías de acceso al casco urbano y de practicar requisas en establecimientos públicos y hoteles, pues ya se sabía que, de ordinario, los asesinos provenían de fuera. Esta nueva omisión permitió a los sicarios huir sin precipitaciones, con una tranquilidad que escandalizó a todos los testigos, y tomar el camino hacia La Apartada, vía que conduce al corregimiento de Río Nuevo y allí al municipio de Valencia.

Las confesiones hechas por un paramilitar ante el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) el 4 de abril de 1990, revelarían que los sicarios provenían de la hacienda Las Tangas, propiedad del narcotraficante Fidel Antonio Castaño Gil, donde tenía su centro de operaciones una poderosa estructura paramilitar a su servicio. El testigo denunciante había presenciado el momento en que los sicarios que asesinaron a Sergio dieron su “parte de victoria” y relataron la ejecución del crimen con minucio­sos detalles, los que coincidían con las versiones de los demás testigos.

La hacienda Las Tangas era un sitio conocido a nivel nacional por su relación con el paramilitarismo. Varios periódicos y revistas de circulación nacional la habían señala­do públicamente como el centro de operaciones del grupo paramilitar que perpetró las masacres de “Honduras” y “La Negra” (en el Urabá antioqueño, 4 de marzo de 1988) y de “Mejor Esquina” (en Buenavista, Córdoba, 3 de abril de 1988), identificando no­minalmente a su propietario, Fidel Castaño Gil, a quien daban el apelativo de “Rambo Colombiano”. Pasma constatar que a pesar de que esta información era de dominio público, la hacienda no fue registrada por organismos de seguridad del Estado, ni su propietario llevado ante la justicia. Esta omisión aun más grave se revela como ante­ cedente de primer orden en los hechos que conducen al asesinato de Sergio.

Pero algo más grave aún es que jóvenes de la región, que prestaron su servicio militar en esta época han revelado que fueron llevados a entrenamientos militares en la ha­cienda Las Tangas, o pudieron constatar que, cuando patrullaban la zona registrando fincas, sus comandantes les impedían ingresar a Las Tangas o a Jaraguay (otra ha­cienda de Fidel Castaño, aledaña a la anterior), a donde sólo entraban los oficiales del Ejército y luego salían con gaseosas, cigarrillos, enlatados y licores para obsequiar a los soldados rasos. También les servían a la entrada de la hacienda, exquisitos banquetes.

El cuadro del crimen con sus autorías intelectuales y materiales fue siendo, poco a poco desvelado, a pesar de los numerosos testimonios que no pudieron ser presen­tados ante la justicia, pues si algo ha asimilado el pueblo de Tierralta en su dolorosa experiencia, es que “quien denuncia, es persona muerta”.

El cadáver de Sergio, luego del sentido homenaje tributado por el pueblo que lo con­sideró “el amigo” por antonomasia, fue trasladado a Medellín con el fin de que sus familiares más cercanos pudieran asistir a sus exequias. Pero su corazón y sus entra­ñas, extraídas durante la necropsia, fueron luego sepultadas en un monumento dentro del templo parroquial, junto a la imagen de Cristo crucificado, donde una placa de mármol exhibe el texto del Epitafio que él mismo había escrito:

En unos cuantos metros cúbicos de aire y noche, poned este Epitafio, que es toda mi fortuna:

Aquí reposa Sergio, Señor de nube y sueños, que gastó sus riquezas de amor y poesía hasta quedar tan limpio como está limpia losa.

Si algún rumor del mundo queréis a su retiro traerle solamente dadle el del ancho mar.

Y si osáis algún día dibujar su retrato, decid: fue un navegante varado en tierra firme.

Buscó siempre el amor en las rutas incógnitas de la inefable rosa de los vientos.

Creyó en la vida.

Hizo de la amistad su lema.

Su existencia fue un sueño.

Y a su muerte devolvió a Dios su alma y reintegró a la tierra lo que ella le había dado: un efímero nombre y un puñado de huesos.

Tomado del libro: Aquellas muertes que hicieron resplandecer la vida, 1992 del Sacerdote Jesuita Javier Giraldo Moreno. www.javiergiraldo.org


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