Bateman
dijo que en Colombia la única forma de que a la gente le paren bolas era
echando tiros. Estamos ante una oportunidad única para romper esa lógica
Jaime Bateman Cayón, lidel del M-19 |
Por Yesid Arteta Dávila
Sábado
27 de abril de 2013
“Abra
la puerta, señora, somos del ejército”. Con estas palabras comenzaría el primer
allanamiento registrado en la ciudad de Barranquilla durante el gobierno de
Turbay Ayala. Era el 1ro. de julio de 1980. No había Internet y al día
siguiente la edición del periódico El Heraldo traía una fotografía a dos
columnas de la casa donde vivía con mis padres acompañada del titular: “Allanan
y detienen sospechosos del M-19” .
Eran tiempos en los que los organismos de inteligencia militar asociaban a
cualquier militante de izquierda con armas y fugas.
Este
27 de abril se cumplen 30 años de la muerte de Jaime Bateman Cayón. No lo
conocí pero sí a mucha de su gente y su organización. Tres cosas tuvimos en
común: nacimos en el Caribe, hicimos parte de la Juventud Comunista y recibimos
formación ideológica en los extramuros de Moscú. “Flaco y un poco escuálido,
con una camisa de mezclilla azul y una gorra de capitán de barco, era el hombre
más buscado de Colombia desde hacía 5 años”. Así describía Gabriel García
Márquez al jefe del M-19 en una formidable crónica publicada en Colombia por la
revista Semana y el periódico El País de España en la que relata los pormenores
de lo que fue la increíble muerte de Jaime Bateman Cayón y el rescate de sus
restos en las marismas del Darién panameño.
No
había teléfonos celulares y Juan Gossaín, que por ese entonces hacía carrera en
una emisora de Barranquilla, llamó a la casa de mis viejos para averiguar qué
era lo que había pasado. Los kafkianos tentáculos del Estatuto de Seguridad que
se inventó el gabinete de Turbay Ayala no habían llegado hasta el Caribe y
nadie se explicaba las razones para que un pelotón del ejército madrugara a
allanar una residencia en el barrio El Carmen, un vecindario cuya única fama
provenía del hecho de que allí residían Roberto “El Flaco” Meléndez, el mejor
futbolista colombiano de su época, y el “Negro Ray”, el más versátil bailarín
de salsa que ha tenido Barranquilla.
Le
conté a Gossaín que un mayor del ejército había tocado la puerta de la casa a
las cinco de la mañana con un dudoso y escueto papel firmado por un juez
militar. Eran las cinco de la mañana y ni siquiera los voceadores de periódicos
se habían levantado. En cambio la tropa había madrugado a buscar armas en
nuestra casa. El registro demoró unas cinco horas y dio pie a los chismosos y
chismosas del barrio para especular sobre una posible caleta de whisky
contrabandeado. Excavaron el patio. Un soldado peleó contra las telarañas del
cielo raso sin éxito y otro más metió la mano dentro del inodoro. Nada. Estaba
limpio. Sin embargo me llevaron junto con algunos ejemplares del periódico Voz
Proletaria, varios carnés sin rellenar de la JUCO y una agenda en la que tomaba
notas de las extenuantes reuniones del Comité Ejecutivo de la Juventud
Comunista.
En
aquel entonces yo cursaba cuarto año de derecho en la Universidad Libre y había
sido elegido por los estudiantes al Consejo Directivo. Nadie se creía el cuento
de que yo perteneciera al M-19, tanto así que el decano de la facultad, un
liberal hecho a la cecina, pidió que me liberaran porque no veía razones para
que me arrestaran. “Arteta jode con el cuento de las alzas de las matrículas y
sus mítines pero no me lo imagino metido en conspiraciones armadas”, dijo el
decano a la prensa. Esta declaración, sumada a las protestas de los estudiantes,
forzó al Brigadier General Carlos Narváez Casallas, comandante de la Segunda
Brigada del ejército, a tomar la decisión de liberarme, no sin antes hacerme
firmar un documento en el que dejaba constancia de que no había sido torturado.
“Váyase para su casa, -me dijo el oficial-, si otro día lo necesitamos vamos
por usted”. Esa fue una de las razones para que un tiempo después me fuera para
la guerrilla: no iba a esperar en mi casa a que volvieran por mí.
El
estilo carnavalero que Jaime Bateman imprimió al M-19 hizo que mucha gente se
montara en el cuento de la guerrilla. Una buena parte de los analistas que hoy
escriben y opinan descaradamente en favor de las ideas más antediluvianas
pasaron por allí. Pero la guerra no es un carnaval y cuando empezó a sonar bala
las cosas se pusieron color de hormiga, y Turbay con sus muchachos empezaron a
agarrar gente. El dulce se puso a mordiscos y en pleno auge del M-19 la
condición de estudiante, profesor, artista…en fin… era razón suficiente para
ser llevado hasta el cepo. El célebre poeta Luis Vidales, autor de Suenan
Timbres –considerada la única obra poética de corte vanguardista de la
literatura colombiana- estaba cerca de cumplir ochenta años cuando su casa fue
asaltada y luego conducido hasta la Brigada de Institutos Militares (BIM) donde
un juez de instrucción penal militar lo acusó de subversivo y lo trató como
enemigo. En marzo de 1981, el Nobel García Márquez, pidió asilo en la embajada
de México en Colombia, para no correr la misma suerte del maestro Vidales.
Nadie
me lo ha contado. Lo viví en primera persona. En la sede de la Segunda Brigada
de Barranquilla no me dieron una paliza como sucedía en Bogotá con otros y
otras detenidas pero me sometieron a plantones y largos interrogatorios con los
ojos vendados con una toalla. No recibí descargas eléctricas como pasó con
mucha gente acusada de “subversión” pero nadie me asistió legalmente ni nadie
me formuló cargos. Era un militante comunista sin capuchas y sin armas. Las
armas llegaron después cuando quería continuar con mis ideales y no encontré
más salida que “puyar el burro”. Otros, que pensaban como yo, se quedaron
echando la lata en ese estrecho y oscuro callejón, hasta que se toparon contra
un muro en el que fueron ejecutados como perros. Como en la novela de Kafka.
Bateman
y su combo volvieron el M-19 una idea urbana. Hasta entonces, las FARC, el ELN
y el EPL eran básicamente unas guerrillas rurales con un campo de acción
periférico. Lejos de las muchedumbres y de las fábricas. Cuando hubo acciones
de propaganda armada y operativos guerrilleros en Bogotá, Medellín o Cali, el
Estado sintió que le estaban tocando los cojones, y esta puede ser una de las
razones para que reaccionara tan violentamente cruel, como escribiría un tal
Cortázar, y se llevaran por delante a los que no tenían velas en ese entierro.
Represión
pura y dura, como si estuvieran compitiendo con las dictaduras del Cono Sur,
pero formalmente no eran dictadores, se reclamaban demócratas. A veces no
necesitaban disfrazarse de abuelitas y se mostraban como lobos muertos de
hambre y se les iba la mano, y alguien se les moría como pasó con Marcos
Zambrano. La tal dictadura del General Rojas Pinilla fue un juego de infantes
con relación a las travesuras que hicieron los demócratas colombianos durante
largos años de Estado de Sitio. No había necesidad de ir a cine y ver cómo se
torturaba en las películas de Costa Gavras porque una situación similar se
podía vivir en casa de un sindicalista que de repente era cogido por las orejas
y llevado como un conejo hasta un calabozo y luego se volvía a saber de él
hasta dos semanas después.
Cuando
me volví guerrillero de las FARC compartí momentos con algún destacamento del
M-19 en las montañas del Cauca. Juntábamos fuerzas para seguir la lucha armada.
Se pensaba entonces que la guerrilla colombiana llegaría a un proceso de unidad
similar al salvadoreño o guatemalteco. Nada de eso sucedió. El ánimo de unión
se fue apagando con el tiempo y cada grupo hizo con su gente lo quiso.
A
comienzos de los noventa el destino me fue llevando del departamento de Nariño
hasta las selvas del Caquetá. Partí con un puñado de guerrilleros desde la
llanura Pacifica y luego de pasar el Valle del Patía y encaramarnos sobre la
cordillera central tomamos la ruta que hizo Agustín Codazzi - terminada la
Guerra de Independencia en el siglo XIX-, y siguiendo las cabeceras del río
Caquetá llegamos hasta los límites con el Putumayo. Unas semanas después
tomamos una canoa hasta Mayoyoque y cruzamos hasta la otra ribera con la
intención de llegar al rió Orteguaza. Había una operación militar en el área y
un campesino que antes había servido de baquiano al M-19 en la región nos fue
guiando de noche hasta un poco más arriba de la base de Tres Esquinas. Allí,
dijo señalando hacia el río, fue donde un comando del Eme hizo llegar de
barriga un avión cargado con armas.
Bateman
y otros líderes del M-19 desaparecieron. Unos cayeron batallando como Iván
Marino y Álvaro Fayad. Otros murieron en rocambolescas persecuciones. La muerte
de Carlos Pizarro fue mediante una planeada escena surrealista. Los que
quedaron del M-19 buscaron una salida política y la encontraron a su manera.
Ninguno de los sobrevivientes del M-19 debe mostrarse avergonzado de los
ideales que persiguieron. Los métodos son discutibles pero las ideas son
buenas. Porqué hay que echarles tierra si son buenas y tienen plena vigencia.
Porqué hay que seguir la andadura con opiniones prestadas. Las armas quedaron
atrás pero no se dejen quitar los símbolos. No permitan que sus ideas sean
pulverizadas.
Llevaba
más de nueve años preso cuando escuché una voz que ordenaba: abran la celda de
Arteta. Estaba recluido en la celda número 29 del pabellón de aislamiento de la
Penitenciaria de Alta Seguridad de La Dorada. El guardián abrió y detrás de él
venían dos hombres sesentones luciendo ropas civiles. “¿No se acuerda de mí?”,
me dijo el que aparentaba más edad. “No, no tengo ni idea de quién es usted”,
le contesté. Lo invito a tomar un café, replicó. Habían pasado veinticinco años
y estaba hablando con uno de los oficiales que participó en el allanamiento de
la casa de mis padres y ocupaba por esos días un cargo en la dirección de
prisiones. Fue una conversación serena, sin odio, sin rencor, entre dos hombres
que habían pasado un cuarto de siglo por los más inquietantes vericuetos de un
país en guerra. Recordando el pasado pero sin restregar heridas. Un conflicto
cerrado en falso es una bomba de relojería. La verdad histórica hay que hacerla
a varias manos para que la película sea entendible por los de ahora y por los
que vienen.
Jaime
Bateman dijo en alguna de sus entrevistas que en Colombia la única forma de que
a la gente le paren bolas era echando tiros. Eso lo enseñaron e hicieron los
liberales y conservadores desde la creación de la República y no ahorraron gente
para matarse entre ellos y matar a los demás. Estamos ante una oportunidad
única para romper esa lógica. El foro sobre participación política acordado por
el gobierno y las FARC es un buen momento para concertar las claves de lo que
debe ser un Estado democrático. Para que ningún colombiano se sienta perseguido
o se vea obligado a morir por sus ideas.
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