ANNCOL aportando construir memoria en Colombia. . .
COLOMBIA 1987:
¿FICCIONES? O….. REALIDADES
Miguel Ángel Beltrán
V.
Profesor Asociado Universidad Nacional de Colombia
Desde un lugar
cualquiera de la aldea global
Agosto 25 de 2012
Fuente: Asociación de Profesores de la Universidad
de Antioquia (ASOPRUDEA). Palabra.
Boletín No. 49. Medellín, agosto 2012, pp. 18-29
A
quienes ya no nos acompañan, con quienes ya no discutimos
pero
que constantemente recordamos y re-creamos.
Porque
nos resistimos a su ausencia,
porque
su legado está más vivo que nunca.
A los
profesores universitarios asesinados en su día.
Sara
Yaneth Fernández Moreno
Presidenta
Asoprudea
Para quienes vivimos nuestra
vida universitaria en el decenio de los ochenta, el segundo semestre de 1987 fue la coronación
de un largo espiral de “guerra sucia” que estremeció al país; en ese segmento
del tiempo, un cúmulo de hechos sangrientos acaecidos unos tras otros como en un
efecto dominó, se encargaron de apagar las pocas esperanzas que abrigábamos de
que el país transitara una senda diferente
al de la violencia. Triunfaron los sectores militaristas y el país se
sumió en una nueva escalada de violencia
[1986:] LA MUERTE Y LA BRÚJULA
De los muchos
problemas que ejercitaron la temeraria perspicacia de Lönnrot, ninguno tan
extraño -tan
rigurosamente extraño, diremos- como la periódica serie de hechos de sangre que
culminaron en la
quinta de Triste-le-Roy, entre el interminable olor de los eucaliptos. En
verdad que Erik
Lönnrot no logró impedir el último crimen, pero es indiscutible que lo previó.
El año de 1986 había
concluido con la gran conmoción que generó el asesinato a manos de sicarios del
periodista Guillermo Cano. La muerte de director del diario El Espectador, en una fecha tan cara
para las causas bolivarianas, había golpeado la sensibilidad de una amplia
franja de colombianos, que veíamos en esta figura pública un nuevo ataque contra
la libertad de palabra. Desde su “Libreta de Apuntes”, Cano se había esforzado por
ofrecer una perspectiva crítica frente al acostumbrado manejo desinformativo de
los medios escritos y hablados en nuestro país, abogando insistentemente por la
búsqueda de caminos para la paz.
En una memorable columna
periodística, que posteriormente daría título a uno de sus libros, el escritor
y periodista se preguntaba en medio de la tragedia de la violencia que sacudía
al país “que si se habían ensayado en tres décadas los más
variados sistemas de represión de la violencia política y común, ¿por qué no se
recurría al ensayo que nunca se había hecho en la búsqueda de la paz?” y luego
agregaba “Durante treinta o más años el país gastó y desgastó sus
instituciones, sus hombres y sus riquezas para reprimir movimientos
subversivos, o guerrilleros o bandoleros, o como se los quiera llamar. Pero
jamás, fuera de ciertos paréntesis como la amnistía de Rojas Pinilla y
posteriormente con la rehabilitación de Alberto Lleras, se recurrió a caminos
diferentes de los de la fuerza en nombre, legal si así lo quiere usted, amable
lector, de defender el sistema democrático amenazado. Y es verdad histórica que
sólo en los dos paréntesis anteriores se vislumbró tan cerca la paz completa.
Pero en ambas oportunidades funcionaron los “torpedos” de guerra a la paz. El
primero cuando los guerrilleros se acogieron a la amnistía, fueron perseguidos
implacablemente y algunos de ellos asesinados de manera brutal. Y en la segunda
entrabando, estableciendo alambradas de hostilidades a los programas de
rehabilitación que estaba permitiendo a los colombianos pescar de noche en nuestros
ríos” (Libreta de Apuntes 20 de marzo de
1983).
Tras la muerte del
periodista, el político conservador Álvaro Gómez Hurtado se apresuró a decir
que “el país ya no volverá a ser el mismo después de este horrible suceso”. Una
vez más se equivocaba. Algo similar habíamos escuchado un año atrás cuando los
sangrientos hechos del Palacio de Justicia, y como para desmentir dichas
afirmaciones lapidarias vino el asesinato del magistrado de la Corte Suprema y
redactor del tratado de extradición, Hernando Baquero Borda, quien por una
jugada del azar había sobrevivido a la retoma del Palacio comandada por el
entonces capitán Alfonso Plazas Vega. Pero este hecho, a su vez, había opacado
el crimen del Ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla ocurrido el año
inmediatamente anterior.
De manera que no era cierto
que el país no volvería a ser el mismo, porque en realidad hacía muchos años
que era y seguiría siendo igual, pues si el crimen del magistrado Baquero Borda
cerraba sangrientamente un capítulo de atentados contra el poder judicial
durante el gobierno de Belisario Betancur,
los crímenes de Leonardo Posada y Pedro Nel Jiménez pocas semanas
después de la posesión del presidente Virgilio Barco marcaban la alevosía de
una élite política y económica que estaba dispuesta a recurrir a medidas
extremas para cortarle el camino de ascenso a una nueva fuerza política, la
Unión Patriótica, que para el momento del asesinato de estos dos congresistas sobrepasaba
la cifra de 300 militantes asesinados.
Leonardo y Pedro Nel contaban
con trayectorias vitales diferentes: Leonardo procedía de una humilde familia
de aguerridos comunistas y Pedro Nel de un ambiente de clase media y tradiciones
liberales; el padre de Leonardo hacía parte de los círculos de artesanos que
durante años nutrieron las filas del Partido Comunista Colombiano y de cuyo
comité central llegó a ser miembro; mientras que el progenitor de Pedro Nel, representó
la defensa de las banderas populares gaitanistas en los recintos de la Cámara
de Representantes donde había logrado una curul; Leonardo se formó en las
luchas estudiantiles de los años sesenta y principios de la década del setenta en la
Universidad Nacional, en tanto que Pedro Nel
se ejercitó en las lides del derecho en la Universidad Externado de
Colombia, asumiendo la causa de los presos políticos. Sin embargo los dos
compartieron ideales comunes de justicia y cambio social, que asumieron primero
a través de su temprana militancia en la Juventud Comunista y, después, con su
posterior vinculación al nuevo proyecto de la Unión Patriótica.
La vida de estos dos líderes
fue cortada una tras otra, antes que cada uno de ellos cumpliera los cuarenta
años. Leonardo fue acribillado en Barranca, donde trabajaba de la mano con el
Frente Amplio del Magdalena Medio. Sus asesinos se pasearon tranquilamente por
las calles y tuvieron tiempo de volver para rematarlo; Pedro Nel fue asesinado
en Villavicencio, sobre la vía a Puerto López, cuando se disponía a recoger a
su pequeña hija del colegio. Varios testigos vieron como los asesinos
ingresaron sus motocicletas en la Brigada Séptima del Ejército. Pedro Nel
investigaba la desaparición y muerte de María Eugenia Castañeda, una
guerrillera que había sido encargada por las FARC de organizar el trabajo de la
UP en el marco de los acuerdos de “Cese al fuego, Tregua y Paz” y que había
sido desaparecida, violada y torturada un año atrás. Sus pesquisas le llevaron
a establecer que en este hecho delictivo estaba presente la mano de las Fuerzas
Militares.
Frente a los medios de
comunicación, el entonces representante a la Cámara por la UP y miembro de las
FARC, Braulio Herrera advirtió enérgicamente
que con estos asesinatos "Se busca aniquilar un experimento muy importante
que puede abrir un canal distinto al de la guerra. Pero, además, sabemos
claramente que hay un plan definido de aniquilamiento físico que se llama
"Baile Rojo" en donde está comprometido, les voy a decir el nombre de
uno de ellos, el general (Fernando) Landazábal Reyes" (Semana.com art. 56457). Algunos
calificaron estas declaraciones de temerarias, sin embargo no fue necesaria una
rectificación, el mismo día del sepelio
del senador Pedro Nel Jiménez, dos concejales del municipio de San José del
Guaviare y copartidarios suyos, Jahir López e Hilario Muñoz, fueron desaparecidos
y dos días después hallaron sus cadáveres con claras huellas de tortura.
Para complacencia teórica
de aquellos que opinaban que estos hechos eran aislados y que la violencia
fundamental que sacudía al país no era política sino de otro tipo, vino la tristemente
famosa “masacre de Pozzeto” ocurrida en un prestigioso restaurante-pizzería de
la capital. Su protagonista Campo Elías Delgado –que años después inspiraría la
película colombiana Satanás- mató a 29 personas y dejó heridas a otras doce en
un viacrucis que inició esa tarde con el
asesinato de su propia madre y cuatro
vecinos más, para finalmente concluir su labor asesina en el mencionado
establecimiento. Los diarios calificaron el crimen como producto de la mente de
un psicópata, pero pocos se detuvieron a analizar los vínculos de este ex
veterano de Vietnam con la Embajada de los Estados Unidos, de la cual recibía
pagos y para quien había cumplido tareas especiales en Centroamérica. Querámoslo
o no, el fantasma de la guerra estaba detrás de estas muertes.
A pesar que en esos seis últimos meses de 1986 experimentamos con todas sus crudezas
y dolores la arremetida violenta de una clase política que aliada con el
narcotráfico y sectores militaristas trataba de contener cualquier
manifestación de cambio, el presidente Virgilio Barco nos sorprendió con su
mensaje presidencial de año nuevo : “El
año de 1986 –decía- se incorporará en la historia de nuestra patria con el
especial significado de haber permitido la consolidación de los valores
democráticos, indispensables para dar impulso al progreso y a la
reconciliación”. No comprendíamos de qué país hablaba, ni siquiera podría
ser Suecia, porque ese año habían
asesinado a su primer ministro Olof Palme. Una prueba más de la ceguera (¿o el
cinismo?) que caracterizaría su mandato.
[1987:] EL TAMAÑO DE MI ESPERANZA
“a los hombres que en esta tierra se
sienten vivir
y morir, no a los que creen que el sol y
la luna están en Europa”
Cuesta decirlo hoy -veinticinco
años después- pero más allá de ese clima de muerte, de esas ausencias
crecientes, de esos dolores de patria, que nos había dejado 1986, sentíamos que
todavía quedaba un margen para la
esperanza. Hasta ese momento estábamos convencidos que todo esto era parte de
los “costos” que debíamos pagar para allanar el camino hacia una verdadera paz
con justicia social, al menos esa lectura hacíamos de los procesos de cambio
que habían librado y venían librando
otras naciones vecinas. Y, así, recibimos el 87 con entusiasmo. No era una
esperanza forjada en el vacío, había signos reveladores de que todo podía ser
diferente:
En el plano internacional
los esfuerzos iniciados por los ocho
países que integraban la propuesta de “Contadora” y su grupo de apoyo, buscando alternativas de
paz para la guerra en Centroamérica, abonaban el terreno que allanaría la firma
de los acuerdos posteriormente conocidos como “Esquípulas I y II” que
reivindicaban el derecho de la libre autodeterminación de las naciones y la
posibilidad de una solución política a la guerra en Centroamérica, cerrándole
el paso a la injerencia de la potencia
del norte, en ese momento duramente cuestionada por el escándalo “Irangate” que
comprometía directamente al presidente de los EU. Ronald Reagan. Las
investigaciones sobre este nuevo caso colocaban de presente una red de tráfico
de armas que eran vendidas a Irán a cambio de rehenes norteamericanos. Pocos después se supo que dichos dineros eran
destinados para apoyar militarmente los “contra” Nicaraguenses.
Como contraparte de esta
situación, en el otro polo de la “guerra fría” estaba la labor que venía
desarrollando el nuevo secretario del Partido Comunista de la Unión Soviética
(PCUS), Mijail Gorbachov, al punto que conceptos como “Glasnot” (Transparencia) y Perestroika
(Reestructuración), fueron rápidamente incorporados a nuestro lenguaje.
Saludábamos el regreso de disidentes a la URSS, la apertura informativa, el
anuncio del retiro de tropas de Afganistán. Claro, no sospechábamos que en ese proceso arrojaría el agua sucia de
la tina con bebé incluido.
Con todo lo importante y
significativo de estos cambios internacionales y los efectos que esas políticas
podrían tener en nuestro país, lo que más nos estimulaba eran los nuevos rumbos
que iba tomando el movimiento popular en nuestro país. La conformación de la
Central Unitaria de Trabajadores (CUT), constituía un paso importante para superar el fraccionamiento
de casi cuatro décadas del movimiento sindical. La CUT aparecía a nuestros ojos
como el resultado de un necesario proceso de búsqueda de la unidad, donde
confluiría la CSTC, el Sindicalismo Independiente y sectores desprendidos de
las Centrales tradicionales agrupadas en el Frente Sindical Democrático. El 15
de noviembre de 1986, la Nueva Central celebró su congreso constitutivo donde
se autodefinió como “Unitaria, Democrática y Pluralista”, abrigando el 80% del
sindicalismo colombiano.
De otro lado, estaba la
resonante participación electoral de la Unión Patriótica. En un año de vida
política y en alianza con otros sectores democráticos, la UP logro elegir para
el congreso de la República Nueve Representantes y tres senadores consolidando
su mayoría política en Los Llanos Orientales y Arauca, y obteniendo una significativa votación en
departamentos como Meta, Santander, Antioquia y Huila. Además, venciendo
nuestro abstencionismo generacional, votamos
por la candidatura de nuestro amigo y maestro Jaime Pardo Leal, quien se
lanzaba a la escena pública como una figura de primer orden en la vida política
nacional, cuadriplicando los resultados electorales de 1982 e incrementando por
primera vez la votación en los comicios presidenciales respecto a las
corporaciones públicas.
Muy de la mano con el
ascenso de la Unión Patriótica y de nuevas organizaciones de izquierda como “El
Frente Popular” y “A Luchar”, el movimiento social avanzaba a pasos
gigantescos. El año 87 se había cerrado con una significativa movilización de más
de treinta mil campesinos en la región del Guaviare, que amenazaba con tomarse
la capital, preanunciando la intensa actividad de los movimientos sociales,
ahora agrupados en redes y coordinaciones regionales. En ese primer semestre de 1987, estalló en mayo el paro Cívico en Chocó,
Nariño, Magdalena Medio, y en el Nororiente colombiano (departamentos de
Santander, N. de Santander, Cesar y
Arauca). Este último realizado entre el 7 y 14 de junio, logró movilizar más de 120 mil campesinos que
ocuparon las principales cabeceras municipales. Las motivaciones oscilaban
entre la exigencia de una mayor participación estatal en la prestación de servicios
públicos hasta el rechazo a la “guerra sucia” y la reivindicación del derecho a
la vida. Los cientistas sociales declaraban la muerte de los partidos políticos
y hablaba de un “Nuevo despertar de los Movimientos Sociales” con un gran
“Potencial Emancipador”, mientras que el sociólogo francés Alain Touraine era
entronizado como su máximo profeta.
Alimentados por los avances
unitarios del sindicalismo, de los movimientos urbanos y regionales, llegamos al
Encuentro Nacional Estudiantil “Chucho Peña”, el 16 de mayo de 1987, un sueño
acariciado por quienes desarrollábamos nuestra actividad en el campus
universitario. El evento estuvo precedido por un seminario realizado en
Manizales “La Universidad que Colombia Necesita” y numerosas jornadas de protestas como las promovidas por
la Facultad de Ciencias de la Salud en la Universidad del Cauca exigiendo la renuncia
del rector Harold Alberto Muñoz; actividades de protesta en la Universidad
Nacional, la Universidad de Antioquia y la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Tunja (UPTC), en
cuyos predios es asesinado el estudiante de tercer semestre de Ciencias
Sociales Tomás Herrera Cantillo, el 18 de marzo de ese mismo año.
Aunque el encuentro estuvo
lejos de cumplir con las expectativas que nos habíamos trazado y la unidad del
movimiento estudiantil quedó como un nuevo punto de la agenda aplazado, mirado
a la distancia tuvo la virtud de recuperar para nuestra memoria histórica dos
hechos: por un lado, el cruento 16 de
mayo de 1984, cuando escuadrones motorizados ingresaron al campus de la
Universidad Nacional y asesinaron un número indeterminado de estudiantes; aquella
tarde, ocultos durante más de seis horas en los talleres de la Facultad de
Artes un grupo de compañeros escuchamos, atemorizados e impotentes, las
detonaciones y las agresiones de la Fuerza Disponible. Lo más sorprendente es
que esa misma noche mientras algunos estudiantes deambulaban por las calles de
Bogotá con heridas de armas de fuego, las huellas de estos hechos eran
borradas, como aquella remota noche de octubre en la Plaza de Tlatelolco. Poco
después nos fuimos enterando que muchos compañeros nuestros habían sido
detenidos y confinados en la Cárcel Distrital de la capital.
Por otro lado, el Encuentro
grabó en nuestras amnésicas mentes el nombre del poeta, cantor y teatrero
antioqueño que alguna vez escribió:
No quiero morir sin escribir mi verso,
no quiero que mañana al recordarme digan:
No dijo suficiente
no dijo lo que quiso
le dieron miedo los
mensajeros de la muerte
Pero Chucho Peña dijo lo
suficiente, sí lo suficiente para que en este país los mensajeros de la muerte
lo desaparecieran un 30 de abril de 1986, lo torturaran y arrojaran en un
lejano paraje su cuerpo inerte y descuartizado.
25 DE AGOSTO DE [1987]
Vi en el reloj de la pequeña estación
que eran las once de la noche pasadas.
Fui caminando hasta el hotel. Sentí,
como otras veces, la resignación y
el alivio que nos infunden los lugares
muy conocidos. El ancho portón estaba abierto;
la quinta, a oscuras. Entré en el
vestíbulo, cuyos espejos pálidos repetían
las plantas del salón. Curiosamente el
dueño no me reconoció y me tendió
el registro. Tomé la pluma que estaba
sujeta al pupitre, la mojé en el tintero
de bronce y al inclinarme sobre el libro
abierto, ocurrió la primera sorpresa de
las muchas que me depararía esa noche. Mi nombre, Jorge
Luis Borges,
ya estaba escrito y la tinta, todavía
fresca.
A punto de cumplirse un año
del gobierno Barco, empezamos a sentir los pasos de la muerte mucho más
cercanos y julio dio la señal: en ese mes fueron muerto cinco integrantes de la
Universidad de Antioquia: “El 3 de julio fue asesinado el profesor Darío
Garrido Ruiz. Al día siguiente la víctima fue el estudiante Edison Castaño
Ortega, pertenecían a la Facultad de Odontología. El viernes 17 de julio,
apareció muerto y con señas de tortura, el estudiante de la Facultad de
Medicina Veterinaria y Zootecnia, José Abad Sánchez Cuervo, quien había desaparecido
al inicio de la semana […] El 27 de julio, y también con señas de tortura,
apareció el cuerpo de John Jairo Villa Peláez, estudiante de la Facultad de
Derecho, en el barrio Castilla. Miembros de la Policía declararon que el joven
tenía antecedentes delictivos, pero esta versión fue desmentida por un hermano
de la víctima. El último día del mes, fue baleado frente a su casa Yowaldin
Cardeño Cardona, de 18 años, alumno del Liceo Antioqueño de la
Universidad de Antioquia” (Andrea Aldana.
Recuerdos de Otras Crisis. http://periodistasudea.com/quepasaudea/2010/recuerdos-de-otras-crisis/).
Como si esto fuera poco, el
16 de junio de 1987 el presidente Barco declaró rota la tregua en el Caquetá,
después que las FARC diera muerte a 27 soldados del batallón “Cazadores”. Desde
hacía tiempo los acuerdos de paz y tregua, transitaban sobre un delgado filo de
hostigamientos y provocaciones, particularmente cuando seis meses atrás 24
guerrilleros que adelantaban el trabajo político de la Unión Patriótica habían
sido asesinados en la región de Urabá. Noticia ésta que se había extraviado
entre las celebraciones de fin de año. De modo tal que el anuncio de Barco no
fue sino la confirmación de que la guerra había ganado nuevamente la partida.
Sin embargo, el país no parecía darse cuenta de ello, sumergido en el trance
hipnótico en que nos había sumido el triunfo ciclístico de Lucho Herrera en la
vuelta a España, la obtención de un nuevo campeonato mundial de boxeo, esta vez
en la categoría super-pluma, y la agonía del torero Pepe Cáceres quien jamás se
recuperaría de su mortal cornada.
Pero la muerte que no
parecía dejarse distraer por estas pasajeras emociones siguió impávida su
recorrido en agosto: El 1º de ese mes
fue torturado y asesinado José Ignacio Londoño Uribe, estudiante de
comunicación social de la Universidad de Antioquia; dos días después, un sicario segó la vida del
antropólogo y docente de la Facultad de Ciencias Sociales de esa misma
universidad, Carlos López Bedoya. El 5 de agosto el turno fue para el
estudiante de Ingeniería Gustavo Franco Marín quien fue sacado de su casa y
posteriormente asesinado.
En la madrugada del 14 de
agosto, en su propia casa y a escasas cuadras de la IV Brigada de Medellín, fue
acribillado delante de su esposa y algunos de sus hijos, senador de la Unión Patriótica Pedro Luis
Valencia, quien era además, un destacado catedrático de la Facultad Nacional de
Salud Pública de la Unión Patriótica. El médico se había desplazado a Medellín
para participar en una manifestación pacífica por el derecho a la vida,
organizada por los estudiantes de la Universidad de Antioquia. Con Valencia ya
la cifra de miembros de la Unión Patriótica asesinados sobre pasaba los 400,
entre ellos, tres representantes, un
diputado, un consejero intendencial y 20 concejales.
La cifra se incrementó dos
días después, cuando el 16 de agosto fue asesinado el abogado Álvaro Garcés
Parra, alcalde de Sabana de Torres (Santander), primer mandatario municipal de la Up en
Santander. Meses antes, la población había realizado un paro cívico al ser
suspendido irregularmente por las autoridades departamentales, obligando a su restablecimiento
en el cargo. Uno de los sicarios muerto en el ataque, portaba en sus bolsillos un permiso especial para el porte de armas
expedido por el capitán Luis Orlando Orjuela, oficial de inteligencia
perteneciente al batallón Ricaurte de la V Brigada del Ejército con sede en
Bucaramanga.
El martes 25 de agosto en
horas de la mañana nos enteramos por las emisoras radiales del asesinato del
dirigente magisterial de Antioquia y presidente de la Asociación de
Institutores de Antioquia (ADIDA), Luis Felipe Vélez. En una de sus últimas intervenciones públicas
en el Parque Berrío de Medellín había concluido su discurso expresando un
sentimiento que todos llevábamos adentro: “Tendremos que hacer del dolor que
sentimos por la oleada de sangre en que diariamente envuelve al país los
organismos militares y paramilitares, un acopio de valor civil para luchar por
la vigencia de la vida. A la vida por fin daremos todo, a la muerte jamás
daremos nada” (Biografía de un Gran Líder.
http://luisfelipevelezherrera.blogspot.com.ar/).
Once
horas más tarde, muy cerca del lugar del crimen, fueron acribillados Héctor
Abad Gómez y Leonardo Betancur Taborda, vicepresidente de ADIDA, cuando se
disponía a elaborar un comunicado de rechazo por la muerte de Felipe Vélez. Las
palabras se quedan cortas para describir el sentimiento de desconcierto e
impotencia que experimentamos en aquel momento en que escuchamos la noticia. De aquel momento
sólo dos recuerdos acuden a mi memoria: el primero una imagen de televisión del
día anterior a su crimen donde Héctor Abad, portando un cartel del Comité para
la Defensa de los Derechos responde a
una periodista -que seguramente le interpelaba por el motivo de la marcha-: “esta es una protesta pública para llamar la
atención sobre los numerosos desaparecidos en Colombia y por el derecho a la
vida”.
La otra imagen,
es el texto de una carta dirigida a los Jóvenes de Medellín, publicada quince
días antes de su muerte por el diario El
Tiempo. En esta misiva, firmada como precandidato a la Alcaldía de
Medellín, Héctor Abad hacía un recorrido de lo que fue el proceso de migración
de las zonas rurales de Antioquia a la
ciudad de Medellín; destacaba luego, cómo la violencia y la injusticia había
sido los determinantes de ese desplazamiento, para entonces referirse a los
problemas sociales a que se veían
avocados los jóvenes, debido a causas objetivas locales, nacionales e
internacionales que los originaban, y terminaba invitándolos a la búsqueda de
soluciones para lo cual solicitaba “de su concurso, de sus iniciativas, de su
inteligencia y de sus aportes en ideas, y, sobre todo, en el mayor conocimiento
que tienen acerca de sus verdaderas necesidades y problemas, y de la forma como
deben resolverse” (El Tiempo, agosto
7 de 1987).
Debo confesar que para el
momento de su crimen, en mi imaginario Héctor Abad hacía parte de lo que, en el
esquemático lenguaje de la época (signado aún por la “guerra fría”), denominábamos
“personalidades democráticas”, esto es intelectuales, políticos, escritores,
artistas pertenecientes a los partidos tradicionales que aunque no compartían
el ideario socialista estaban comprometidos con la defensa de las libertades
públicas y los derechos humanos, y que en aquel 1987 también estuvieron en la
mira de la muerte, empezando por el ex ministro Enrique Parejo González que en
enero sobrevivió a un atentado en la lejana Budapest (Hungría) hasta el
escritor Antonio Caballero, el periodista Daniel Samper y la actriz Vicky
Hernández que al finalizar el año ya habían abandonado el país rumbo al exilio.
Esta preocupación la expresaba
con gran claridad un columnista muy cercano a los gobiernos de turno como lo
era Roberto Posada García-Peña (más conocido como D’Artagnan): “Los asesinatos
de militantes de la Unión Patriótica –escribía- son incontables, pero ya casi
no conmueven. Entonces no hay reparo para comenzar a escoger víctimas ‘más
sonoras’: verbigracia, un liberal como Héctor Abad Gómez, de claras inclinaciones progresistas, que no
comunistas. Médico, además, animado en su vida por algo más que simples
veleidades sociales” (El Tiempo, 28 de
agosto de 1987)
Fue mucho años después, ya
como docente de la Universidad de Antioquia, que tuve oportunidad de conocer y
dimensionar los aportes de Héctor Abad, no sólo en la importante labor de
defensa de los derechos humanos, sino en el campo científico de la medicina
preventiva y la salud pública. Su alta calidad humana, su drama familiar (que
ha sido el de millares de colombianos víctimas de la violencia), lo fui reencontrando
a través de la pluma de su hijo Héctor Abad
Faciolince en el “Olvido que
Seremos”, que leí de principio a fin en una sola jornada, precisamente
cuando estaba privado de mi libertad en la cárcel Nacional “Modelo”. La fuerza
de la palabra, la pasión con que fue escrito este libro me atrapó. Sin embargo,
de no haber conocido esas otras dos dimensiones de Héctor Abad, con la sola
lectura de esta bella obra literaria su imagen habría quedado incompleta en mi
memoria.
El miércoles 26 de agosto
mientras desarrollábamos actos de protesta por los hechos de violencia que
sacudían el país, una bala disparada por la fuerza pública segó la vida de Luis
Alberto Parada, estudiante de Derecho de la Universidad Nacional. Al día
siguiente millares de personas marchamos en silencio por la carrera séptima
hacia la Plaza de Bolívar en rechazo a la “guerra sucia” y por “el Derecho a la
Vida”. Como en aquella memoriosa manifestación que liderara el líder popular
Jorge Eliécer Gaitán, el pueblo colombiano marchó en silencio recordando los
ecos de la Oración Fúnebre que pronunciara el tribuno un 7 de febrero de 1948,
poco meses antes de su crimen: “Bajo el peso de una honda emoción me dirijo a
vuestra excelencia, interpretando el querer y la voluntad de esta inmensa
multitud que esconde su ardiente corazón, lacerado por tanta injusticia, bajo
un silencio clamoroso, para pedir que haya paz y piedad para la patria […]Nosotros, señor Presidente,
no somos cobardes. Somos descendientes de los bravos que aniquilaron las
tiranías en este suelo sagrado. ¡Somos capaces de sacrificar nuestras vidas
para salvar la paz y la libertad de Colombia! Impedid,
señor, la violencia. Queremos la defensa de la vida humana, que es lo menos que
puede pedir un pueblo”
Pero, una vez más, las
élites políticas y económicas de este país fueron insensibles a este llamado
[1987-2012] HISTORIA DE LA ETERNIDAD
Me quedé mirando esa sencillez. Pensé,
con seguridad en voz alta: Esto es lo
mismo de hace treinta años... Conjeturé
esa fecha: época reciente en otros países,
pero ya remota en este cambiadizo lado
del mundo. Tal vez cantaba un pájaro y
sentí por él un cariño chico, y de
tamaño de pájaro; pero lo más seguro es que en
ese ya vertiginoso silencio no hubo más
ruido que el también intemporal de los
grillos. El fácil pensamiento Estoy en mil ochocientos y tantos dejó de ser unas
cuantas aproximativas palabras y se
profundizó a realidad. Me sentí muerto, me
sentí percibidor abstracto del mundo:
indefinido temor imbuido de ciencia que es la
mejor claridad de la metafísica. No
creí, no, haber remontado las presuntivas aguas
del Tiempo; más bien me sospeché
poseedor del sentido reticente o ausente de la
inconcebible palabra eternidad. Sólo
después alcancé a definir esa imaginación.
En el mes de octubre, pocos
días después de conmemorar los veinte años de la muerte de Ernesto Che Guevara,
fue asesinado el candidato presidencial de la Unión Patriótica Jaime Pardo
Leal. El fantasma de otro nueve de
abril, tal como nos lo habían narrado nuestros padres y lo habíamos leído en
los libros de historia se proyectó sobre el horizonte: buses incendiados,
edificios apedreados, barricadas en las calles, enfrentamientos con la fuerza
pública y tanquetas militares anillando la ciudad. Era la indignación de un
pueblo que veía caer a sus mejores hombres.
Pero Pardo Leal más allá de
ser el candidato de la Unión Patriótica, era también el ilustre jurista y el
maestro de la Universidad Nacional, que en el auditorio Camilo Torres de la
Facultad de Derecho, junto con Eduardo Umaña Luna y Ricardo Sánchez, nos abrían
con sus brillantes y encendidas intervenciones los ojos a una realidad que
apenas si empezábamos a comprender. Su noble condición humana nos la recuerda
nuestro amigo y colega Luis Eduardo Celis, cuando cuenta que al terminar la
clase les decía a sus estudiantes “invito a dos de ustedes a almorzar a mi casa,
levanten la mano y vámonos”.
Apenas había trascurrido
poco más de un mes de la muerte de Jaime Pardo cuando nos llegó la noticia de
la masacre ocurrida en la casa de la Juventud Comunista (JUCO) en Medellín. El
24 de noviembre al caer la tarde, tres hombres armados ingresaron a la sede de
la Juco. Allí fueron acribilladas Orfelina Sánchez, María Concepción Bolívar,
Iriam Zuaga, Pedro Sandoval, Marlene Arango Rodríguez y Luz Marina Rodríguez. Como
ya era costumbre en este tipo de atentados, los agentes policiales ofrecidos
por el Estado para resguardar sus vidas se retiraron pocos minutos antes de los
crímenes supuestamente a “tomar un tinto”. Lo cierto es
que todavía contábamos con la fuerza y la decisión para salir a las calles y
expresar nuestro dolor e indignación, y así lo hicimos cerca a la sede de la
Juventud, en medio de un gran clima de tensión.
En ese último trimestre de
1987 la lista de profesores y estudiantes asesinados se amplió, al nombre de la
ya mencionada Luz Marina Rodríguez, estudiante de Química y Farmacia de la
Universidad Nacional, sede Medellín, se agregaron los de: Rodrigo Guzmán
Martínez, vicepresidente de la Asociación Nacional de Médicos Internos y
Residentes de la seccional Antioquia; Orlando Castañeda Sánchez, estudiante de VIII
semestre de la Facultad de Medicina de la UdeA; Francisco Gaviria Jaramillo,
estudiante de último año de Comunicación Social de esta misma universidad y
Luis Fernando Vélez Vélez, docente e investigador de la Universidad de
Antioquia (Andrea Aldana, Op.cit.)
La gran mayoría de estos
crímenes se mantienen en la impunidad: “Casos Aislados de violencia”, “Fuerzas
oscuras que quieren desestabilizar el país” fue la respuesta que siempre estuvo
en los labios de quienes tenían la obligación de investigar estas muertes. En
muchos casos las mismas víctimas señalaron pistas sobre sus asesinos. Jaime Pardo
Leal, por ejemplo, seis meses antes de
su muerte denunció en una rueda de prensa a 15 oficiales activos de las Fuerzas
Militares, tres retirados y algunos agentes de policía vinculados directamente
con torturas, desapariciones y asesinatos. También demostró la existencia de
grupos paramilitares como Muerte a Revolucionarios del Nordeste compuesto por
efectivos de la fuerza pública, a tiempo que señaló la participación de
políticos, civiles y narcotraficantes en
la promoción y financiación de los mismos.
Para el presidente Virgilio
Barco, la existencia de estos grupos paramilitares era un problema de simple “confusión
semántica”; para el Ministro de Justicia José Manuel Arias Carrizosa se trataba
del ejercicio de un derecho constitucional consagrado por cualquier legislación
civilizada del mundo; mientras que para
los editorialistas del tiempo era “simple y llanamente, la aplicación del
sagrado derecho de defender la vida y los bienes de los ciudadanos contra
asaltos de la delincuencia bien sea política o simplemente criminal” (El Tiempo, Julio 30 de 1987); hoy
sabemos que al amparo de estas organizaciones se adelantó la más grande
contrarreforma agraria del país, se exterminó un experimento popular como lo
fue la Unión Patriótica y se aniquiló de tajo una generación de jóvenes que creyeron
en la posibilidad de una sociedad más justa.
Veinticinco años después recordamos
y seguiremos recordando estos compañeros(as) y colegas, que desde su compromiso
con la actividad estudiantil o sindical, el trabajo popular, la cátedra
universitaria, la investigación social o su conocimiento profesional supieron
vincular críticamente su labor universitaria con las realidades sociales del
país, haciendo suyo aquel principio que inspirara la Reforma de Córdoba de
hacer de la Universidad un órgano social de utilidad colectiva y no “una
fábrica donde vamos a buscar la riqueza privada con el título”.
Como en aquel polémico
poema encontrado en un bolsillo de Héctor Abad Gómez, aquel Borgiano 25 de
agosto (de 1987) “esta meditación es un consuelo” y busca aportar un grano de
arena al rescate de la memoria de todos los universitarios caídos porque recordando
aquel filósofo alemán muerto también un 25 de agosto “Aquel que tiene un porqué
para vivir se puede enfrentar a todos los ‘cómos’”.